lunes, 16 de junio de 2014

predisposición genética

En mi casa materna hay un salero y un pimentero, todos conocemos su origen. Por ahí de 1990, mi mamá celebró su cumpleaños número 30 en Nueva York, y regresó con ellos. Son sus favoritos y están presentes en las reuniones más "elegantes". Pero no los compró en ninguno tienda, los robó...
Los controles en los aeropuertos no eran tan rigurosos, logró cruzar la frontera con un par de botes llenos.
En los años subsecuentes, robó algunos otros de distintos lugares. Descubrió su objeto y lo fácil que resultaba robarlos: envolverlos en una servilleta y echarlos a la bolsa. Nadie se daba cuenta, nadie sospechaba, a nadie le harían falta.

Quizás es algo genético, hace unos meses descubrí que yo también tengo mi objeto.

En mi adolescencia robé algunas cosas, nada grave: dulces y cocas en el Oxxo de al lado de mi escuela. Robar representaba una emoción, era tener lo que querías sin tener que pagar por ello, y sin consecuencias (si tenías suerte). Qué mejor para un adolescente que descubrir ese poder, sumado a la adrenalina por la posibilidad de ser descubierto. La moral quedaba en un segundo plano.

Dejé de hacerlo hace mucho...
Las cosas se reactivó así: hace un par de meses fui a Nueva York.
Sí, tuve ganas de robar todo, todo es tan caro y tan bonito... No lo hice, fue un anhelo que mi moral suprimió enseguida. Lo que sí hice fue comprar un par de vasos vintage, hermosos, uno verde y uno transparente. Un conjunto perfecto. Hice la maleta y los protegí perfectamente, tenían que llegar sanos y salvos a México. Después de un viaje largo, con dos escalas mortales y una espera inhumana, llegaron bien. No podía dejar de verlos, me parecían los objetos más hermosos que jamás había tenido. Me reconocía el buen gusto y lo consideraba un gasto justificado.

Al llegar a casa, puse todas las compras sobre una mesa y se quedaron ahí por unos días. Esa semana, moví muebles y en un mal giro... tiré una de mis preciadas adquisiciones. Se hizo añicos y quedó irreconocible. Lamenté no haber tenido más cuidado, haber comprado dos pares o un repuesto. No había nada por hacer, lo sabía. Ahí empezó mi nuevo fetiche.

Desde ese día, me  he dedicado a buscar vasos pequeños en todos lados. Cuando encuentro alguno que me gusta, lo compro. Si no está a la venta, como pasa muchas veces, lo robo. Recurro a la vieja técnica familiar: cuando nadie está mirando, lo envuelvo en una servilleta y lo deslizo hasta mi bolsa. Ya tengo una colección considerable, estoy intentando cubrir el vacío, le busco compañía al sobreviviente.

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